Fran Gonzalez

El peso de su ausencia

En un café cualquiera,
la encontré
como quien tropieza con su sueño
y sabe  que no quiere despertarse.
Hablaba de ciudades que nunca vería,
de trenes que partían sin avisar,
de mapas que nunca usaba.
Yo solo pensaba en quedarme.
La miraba en silencio,
como si pudiera atraparla,
como si el tiempo
se pudiera doblar
para hacerle sitio en mi vida.
Pero ella no era de quedarse.
Y yo, aunque no quería admitirlo,
ya lo sabía.
Una mañana se fue,
sin ruido, sin despedidas,
dejando solo el eco de su risa
y un café a medio terminar.
Desde entonces la busco
en cada café
en cada cruce de caminos,
en cada sombra que pasa de largo,
en cada historia que nunca empieza.

La conoció una tarde cualquiera en un café cerca del puerto. No fue un encuentro especialmente cinematográfico: ella estaba en la mesa de al lado, con un libro abierto que no parecía estar leyendo, removiendo el café con desgana. Él no sabía qué lo llevó a hablarle, quizá la manera en que su mirada iba y venía por la ventana, como si esperara algo que nunca llegaba.

Estaba de paso, o eso dijo. Enseguida quedó claro que eran dos personas completamente distintas: ella hablaba de viajes, de ciudades que Javier nunca había pisado, de planes sin mapa ni destino. Él, en cambio, tenía la vida organizada al milímetro, con horarios fijos, un trabajo estable y una rutina que le resultaba cómoda.

Aun así, siguieron viéndose. No sabía si era la novedad, la forma en que reía sin miedo o el modo en que nunca hacía planes más allá del día siguiente. Lo cierto es que se enganchó a esa sensación, a la idea de que con ella todo parecía fácil, ligero. Pero también sabía que era cuestión de tiempo antes de que se marchara.

Una noche, después de unas cervezas en su bar favorito, intentó hablarle en serio. Le dijo que no tenía por qué irse, que tal vez podían intentarlo, sonrió, le pasó una mano por la mejilla como si le tuviera cariño y suspiró. “No soy de quedarme”, dijo.

Y no lo hizo.

A la mañana siguiente, ya no estaba. No dejó una nota, ni un mensaje. Solo su taza de café sin terminar en la encimera.
No se sorprendió, aunque le dolió más de lo que habría querido admitir. Durante semanas la buscó en los lugares donde solían ir, en los ruidos de la ciudad, en los rostros desconocidos de la multitud.

Pero se había ido. Como el verano. Como una historia que, en realidad, nunca había empezado.

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