El verdadero valor de una persona no se mide en títulos, en cifras, en la fugaz belleza que el tiempo consume sin piedad. No se encuentra en el brillo de las joyas ni en los aplausos de multitudes efímeras. Hay algo más profundo, más sutil, que escapa a la lógica fría de la comparación y el juicio.
El verdadero valor reside en la huella que dejamos en los demás, en la capacidad de tocar un corazón sin necesidad de palabras, en la bondad que se ejerce sin esperar recompensa. Está en la resiliencia con la que enfrentamos la adversidad, en la dignidad con la que caminamos incluso cuando el sendero se vuelve incierto.
A veces nos perdemos en la búsqueda de reconocimiento, sin darnos cuenta de que el alma no se pesa en balanzas ajenas. La autenticidad, la lealtad, la compasión... esas son las monedas de un tesoro que no se devalúa con el tiempo. Porque al final, no somos lo que tenemos, ni lo que aparentamos, sino lo que dejamos sembrado en los corazones que nos rodean.