Por la región del viento,
una bella Cometa se encumbraba;
y ufana de mirarse a tanta altura
sobre el terreno asiento,
que habita el hombre y el servil jumento,
de esta manera entre sí misma hablaba:
¿Por qué la libertad y la soltura,
dada a toda volátil criatura
esta cuerda maldita,
tan sin razón me quita?
¡Ah; qué feliz estado fuera el mío,
si espaciarme pudiese a mi albedrío
por esa esfera luminosa y vaga
del aire, imprescriptible patrimonio
de lo volante, en brazos de Favonio,
que amoroso me halaga;
y ya, a guisa del águila altanera,
al sol me remontase, ya rastrera
girase, como suelto pajarillo,
de jardín en jardín, de prado en prado,
entre el nardo, la rosa y el tomillo!
¿A qué el instinto volador me es dado,
si he de vivir encadenada al suelo,
juguete de un imbécil tiranuelo,
que, según se le antoja,
o me tira la rienda, o me la afloja?
¡Pluguiese a Dios viniera
una ráfaga fiera
que os hiciese pedazos,
ignominiosos lazos!»
Oyó el Tonante el temerario voto.
Viene bufando el Noto.
La cuerda silba, estalla... ¡Adiós, Cometa!
La pobrecilla da una voltereta;
cabecea, ya a un lado,
ya al otro; y mal su grado,
entre las risotadas y clamores
de los espectadores,
que celebran su mísero destino,
de cabeza fue a dar en un espino.
De esta pandorga, tú, vulgo insensato,
eres vivo retrato,
cuando a la santa ley, que al vicio enfrena,
llamas servil cadena;
y en licenciosa libertad, venturas
y glorias te figuras.