La joven beldad que quiera
ceñir su frente de flores,
pídalas a la pradera,
cuando de varios colores
la esmalta la primavera.
Mas no vaya al bosque yerto
que el crudo invierno despoja,
árido y triste desierto,
do arenas de mustia hoja
está algún ramo cubierto.
¿Ves aquel árbol que escrita
lleva en sí la edad inerte
que lo postra y debilita?
¿Qué don pudiera ofrecerte?...
Una guirnalda marchita.
Pero en ese tronco exhausto
que sin sombra y sin verdor
es del tiempo estrago infausto,
puede tal vez el amor
encender un holocausto;
no aquel amor, niño ciego,
que de centellas armado,
para turbar el sosiego
de un corazón descuidado
prende en tus ojos su fuego;
sino aquel que en poesía
pintan sin alas ni redes,
misteriosa simpatía,
blando cariño, Mercedes,
que arrastra a tu alma la mía;
que, con poder halagüeño,
me aficiona a la dulzura
de ese humor jovial, risueño,
que trasparenta la pura
felicidad de su dueño.
Sí; me arrastra, y me enamora
la hija tierna, y tierna hermana,
y la amiga encantadora,
que, en su juventud temprana,
tantas prendas atesora.
No te ha dado el cielo en vano
ese admirado talento
que vierte, bajo tu mano,
alma, vida y sentimiento
sobre las teclas del piano;
porque cuando con la grata
magia de acordados sones
los sentidos arrebata,
las amables emociones
de tu alma bella retrata.
Mas al estro que me excita,
debo ya tener la rienda...
Falta el papel, Mercedita...
Acepta la humilde ofrenda
de esta guirnalda marchita.