De un Aristarco adusto oigo el regaño:
«Poner en verso estúpidas consejas
que deleitaban a la plebe antaño,
pero que hasta los niños y las viejas
desprecian hoy, es un capricho extraño;
tenemos delicadas las orejas.
Desatinos narrar de tanto bulto
a nuestra sabia edad es un insulto.
«¿Qué es ver una princesa en medio el prado
con un laurel por colgadura y techo,
la orilla de un arroyo por estrado,
y por dama de honor a par del lecho
un feo gigantón desaforado?
¿Qué es ver un caballero que a despecho
del sentido común y de Cervantes
despacha a dos por tres cuatro gigantes?»
¿Y por eso no más pasar la esponja
pretende usted a lo que llevo escrito?
Digo que son escrúpulos de monja.
Lo que viene detrás es lo bonito;
lo de hasta aquí no vale una toronja.
Si usted depone un rato ese erudito
fastidio, y va adelante con el cuento,
cosas verá que le han de dar contento.
Verá usted jayanazos de una talla,
que con ellos Golías fue un pigmeo;
tierras visitará, que no las halla,
aunque se despestañe, en Ptolomeo;
verá esfinges y grifos, de que calla
el systema naturnatur de Linneo;
encantados jardines a docenas;
maravillas, en fin, a manos llenas.
«Quodcumque ostendis mihi sic...» ¿Y acaso
exijo yo, molondro, que lo creas?
Mentir es privilegio del Parnaso,
y si lo desconoces, no me leas,
ni al Arosto, ni a Milton, ni al Tasso,
ni al gran cantor de Aquiles, ni al de Eneas;
estudia expositores del derecho,
o toma tu compás; y buen provecho.
Y si te place por veraz la historia,
sepas que cuelli-erguida y cari-seria,
como la ves, su parla es ilusoria,
y las mentiras por verdades feria.
Y es lo peor, que siempre da la gloria
al poder, siempre al flaco la miseria,
más que de pueblos, de tiranos aya;
al menos mi mentir es de otra laya.
De Ferraguto y del fingido Uberto
volvamos, si os parece, a la batalla.
Son en lo fuerte iguales y en lo experto;
igual en ambos el furor estalla;
y si de pie a cabeza está cubierto
el Argalía de encantada malla,
tiene encantado el moro todo el bulto,
salvo un pequeño lunarcillo oculto.
El que cruzarse dos exhalaciones
viese, bañando el aire en luz bermeja,
o embestirse dos líbicos leones
con sacudir horrendo de guedeja,
pudiera acaso de los dos barones
el crudo choque imaginar. Semeja,
de los aceros al brillante lampo
y raudo silbo, estremecerse el campo.
Su espada el Argalí derecha y alta
levanta, y luego atrás la echó ligero,
hasta que ya a la punta poco falta
para frisar con el arzón trasero;
y en los estribos afirmado, asalta
al moro, y un fendiente tan certero
le asienta en la mollera desarmada,
que creyó la contienda terminada.
Pero como no ya cabeza rota,
antes tan al contrario le sucede
que no se ve de sangre ni una gota,
dos pasos admirado retrocede.
Ferragú dolorido se alborota,
y dando fuerza al brazo cuanta puede,
«Veamos, dice, si la lid concluyo,
y si este acero corta más que el tuyo».
Y con un altibajo fulminante
que hallara entrada en un peñasco alpino,
la cabeza y el yelmo relumbrante
se figuró tajar como un pepino;
mas en un yelmo da, que no es bastante
ni a rasguñarlo el filo damasquino.
A su vez Ferraguto se retira;
el asombro hace treguas a la ira.
Suspensa queda la cruel porfía
un rato breve en pausa silenciosa,
cual un instante en borrascoso día
el viento calla en la floresta hojosa.
El primero que habló fue el Argalía:
«Quiero, señor, que sepas una cosa:
con este arnés de hadadas piezas hecho
tu espada ni otra alguna es de provecho.
»Desiste, pues, de un insensato duelo
que ha de traerte al fin mengua y bochorno».
Responde el moro: «Así me salve el cielo,
como este escudo y malla y cuanto en torno
a mi persona ves, llevarlo suelo,
más que para defensa, por adorno;
ir armado o desnudo no me importa,
porque en mi piel ningún acero corta.
»Dame, pues, tu amistad, y hágala firme
el parentesco; que delirio extraño
fuera con desventaja resistirme
tanta, y con tan forzosa afrenta y daño.
Yo de aquí sin la dama no he de irme,
si bien supiera estar lidiando un año.
Si por esposa me la das, contigo
a estrecha unión y eterna paz me obligo».
«Para que yo su mano te ofreciera,
(dice Argalía) tu valor te abona;
pero su gusto es condición primera;
y darte posesión de su persona
sin consultarla, hacer la cuenta fuera,
como dice el refrán, sin la patrona.
Veamos si te admite por su dueño;
si no te admite, seguirá el empeño».
Habiendo el moro en ello consentido,
va el otro a consultarla, como es justo.
Fue un hombre Ferragú descomedido,
y de un mirar desapacible, adusto;
bronco en el habla, inculto en el vestido,
y que en lavarse hallaba poco gusto;
toda la cara de vedijas llena,
el pelo grifo y la color morena.
Ella, que un novio quiere blanco y rubio,
responde que el galán no le acomoda.
Derramando de lágrimas diluvio,
«No me hablen, dice, en semejante boda.
Aunque arda como el Etna o el Vesubio,
y aunque en dote me dé la España toda,
antes que suya quiero verme muerta,
o por el mundo andar de puerta en puerta.
»Torna, pues, caro hermano, por tu vida;
renueva con el moro la pelea;
y mientras de tu anillo socorrida
me pongo en salvo yo, sin que él me vea,
tú en hallando ocasión vuelve la brida,
déjale en la estacada, y espolea.
De las Ardeñas tomaré el sendero,
do juntarme otra vez contigo espero».
Renuevan los barones la quimera,
después que el uno al otro ha referido
no haber forma ni modo de que quiera
la niña recibirle por marido.
Ferraguto se obstina, mate o muera,
en que sin ella no ha de haber partido;
y ella sin más ni más tomó el portante
dejando en la estacada al pobre amante.
Búscala con los ojos el pagano,
que siente en verla alivio a la fatiga;
y como a todos lados mira en vano,
no sabe lo que piense o lo que diga.
En esto el otro aguija a Rabicano,
que no hay hombre ni diablo que le siga;
y sin decir adiós, hasta la vuelta,
por el bosque se va a carrera suelta.
Quieto se estuvo el moro en confianza
de que volviese luego el Argalía.
Perdiendo finalmente la esperanza,
de corazón a entrambos maldecía:
«Nada te librará de mi venganza,
dice, tu necia hermana ha de ser mía
a tu pesar, siquiera la más honda
sima de los infiernos os esconda».
Impaciente, iracundo, enfurecido,
hinca las dos espuelas, y ligero
parte en pos del cobarde, mal nacido,
(que tal le juzga) indigno caballero,
y de la que a su amor ha respondido
con desdén tan esquivo y altanero.
Recorre el campo, en las cabañas entra,
anda de bosque en bosque, a nadie encuentra.
Astolfo, en tanto, que la lid miraba,
al ver que uno en pos de otro a gran carrera
se alejaba del campo, y que no estaba
tampoco allí la hermosa carcelera,
a la fortuna muchas gracias daba
de hallarse libre cuando no lo espera.
Plazo no quiere dar a su ventura;
vístese a toda prisa la armadura.
Quebrárase la lanza al paladino
en el pasado encuentro, y arrimada
mira por dicha suya a un verde pino
la del fingido Uberto, la encantada,
la invencible, cubierta de oro fino,
y de bellas labores entallada;
tómala sin saber lo que encubría,
pensando a su señor volverla un día.
Mientras lleno de júbilo espolea,
cual cautivo a la luz restitüído,
quiere la suerte que a Reinaldos vea,
y a relatarle va lo sucedido.
Reinaldos, que del mismo pie cojea
que Oriando y Ferraguto, ha decidido
ir de los fugitivos en alcance;
quiere, hasta verle el fin, jugar el lance.
Tanto el amor le trae al retortero,
que sin tornar palabra al del Leopardo
vuelve la brida, el estrellado acero
hincando en los ijares a Bayardo.
Parte cual rayo el animal ligero,
y óyese motejar de flojo y tardo.
De los gustos del amo poco sabe,
y de las penas gran porción le cabe.
Llega en tanto a París el rozagante
duque, y aún no ha desabrochado el peto,
cuando en su estancia entró el señor de Anglante,
pidiendo nuevas del amado objeto:
«¿Dónde queda ese moro petulante?
¿Dónde el de Montalbán?» pregunta inquieto.
Donosamente Astolfo desembucha;
impaciente, anhelante, Orlando escucha.
Y al entender que es ida la doncella,
y que el hermano huyendo se retira,
y Ferragú y Reinaldos van tras ella,
al duque con torcidos ojos mira.
Reniega de sí mismo y de su estrella;
abatido después gime, suspira;
repélase las barbas, rompe en llanto.
¡Que en alma tal, amor pudiese tanto!
En la cama arrojándose, decía:
«¡Tiránica pasión, que a nada cede,
y se ahonda en el alma cada día,
y no hay solaz, no hay gusto que no acede!
¿Qué disputado prez, qué nombradía,
qué aplauso humano contentarme puede?
Lides, ¡adiós! ¡adiós, mi noble espada!
La existencia de Orlando es acabada.
»¡Oh, si diese a mis ansias refrigerio
mi adorada beldad! ¡si coronara
mi amorosa pasión! por el imperio
de la tierra mi dicha no trocara.
Pero si para eterno vituperio
del nombre mío, está mi prenda cara
destinada a otro dueño, ¡inicua Suerte!
nada te pido ya, sino la muerte.
»¿Qué puedo hacer? El corazón desmaya,
desigual a tan bárbaro suplicio;
entre tinieblas vivo, en que no raya
de una esperanza el más remoto indicio.
Y para que tormentos nuevos haya,
y en mis desvelos dé al través el juicio,
osa el de Montalbano y osa el Moro
(¡maldición!) disputarme mi tesoro.
»Tras ella van, como en el bosque umbrío
da caza el tigre a pávida corcilla;
y mientras el amado dueño mío
corre peligro tanto, ¡yo (¡mancilla
eterna a mi valor!) sin albedrío,
sin alma, con la mano en la mejilla,
como flaca mujer me quejo al cielo,
y busco en necias lágrimas consuelo!
»Si morir desamado es a la postre
la recompensa que a mis penas cabe,
¿por qué dejar que así este afán me postre
y que mi fama en ignominia acabe?
Salga yo, y por mi dama el mundo arrostre,
que más dulce en la lid la muerte sabe,
y un piadoso mirar de mi señora
felicísima hará mi última hora».
Así diciendo de la cama salta,
que no hay en ella alivio a su congoja;
tropa de pensamientos mil le asalta;
ora esto, ora aquello se le antoja;
como el enfermo a quien el sueño falta,
no puede sosegar, todo le enoja.
Mas llegada que fue la sombra oscura,
viste escondidamente la armadura.
Rojo sacó el pavés, desnudo y liso;
mudó yelmo, cimera, armas y traje;
y encabalgando a Brillador, no quiso
escudero llevar, doncel ni paje.
Deja a París; dejara el paraíso
por el horror de un páramo salvaje;
y se encamina entre dudosas señas,
tras la beldad que adora, a las Ardeñas.
Tres caballeros van a la ventura:
el conde Orlando, senador romano,
Ferraguto, el de torva catadura,
y el ínclito barón de Montalbano.
Y en tanto Carlomagno que apresura
las anunciadas justas, llama a Gano,
a Salomón, Ricarte, Naimo el viejo,
y a todos los demás de su consejo.
Manda que armado a espada y lanza venga
el caballero que justar quisiere,
y mientras en la silla se sostenga,
a todos los demás bizarro espere;
y que una bella rosa en premio obtenga
el que de nadie derribado fuere;
una rosa de perlas, en memoria
de la feliz, pacífica victoria.
Todos este decreto confirmaron,
como a la antigua usanza conveniente,
y por toda París lo promulgaron
cuarenta reyes de armas a la gente.
Caballos y lorigas se aprestaron,
blasones y divisas juntamente;
y Serpentino, el español guerrero,
nombrado fue mantenedor primero.
Jamás sacó la Aurora igual tesoro
de alegre luz al mundo alborozado.
Carlos entró, con imperial decoro,
en la festiva plaza, desarmado,
sobre un caballo que era una ascua de oro,
en la derecha el cetro, espada al lado,
escoltándole en vez de alabarderos
condes, barones y altos caballeros.
He aquí que Serpentín sale a la arena
en ricas galas y en arnés lumbroso;
un melado corcel rige y sofrena,
que en los traseros pies se alza brioso;
los hierros tasca, que de espumas llena,
y cual si le viniese estrecho el coso
y a su pesar sufriese freno y cincha,
vuélvese inquieto y las narices hincha.
Y bien le semejaba en el denuedo
el caballero que sobre él venía,
que en altivo ademán y rostro acedo
parece que a la tierra desafía.
Señálale la gente con el dedo
su destreza alabando y gallardía,
y de una en otra boca se derrama
de su linaje y su valor la fama.
Luciente en el escudo reverbera
estrella de oro en campo azul celeste,
conforme en los colores la cimera,
como la recamada sobreveste.
Y porque hablar de todas largo fuera,
no hay pieza que gran suma no le cueste;
ricas piedras llevaba a centenares
en las orlas, hebillas y alamares.
Luego que el coso paseado tiene,
calando la visera hace que rompa
la esperada señal el aire, y suene
marcial clarín y retadora trompa.
Gran multitud de justadores viene
con larga comitiva y rica pompa
de jóvenes donceles y de pajes;
bate el viento una selva de plumajes.
Sale al campo Angelino de Burdeos
trayendo, en indio fondo, blanca luna;
gran maestro de justas y torneos,
que añadir quiere a cien victorias una;
diviértese en hacer caracoleos,
como quien cierto está de su fortuna,
y muestra luego a Serpentín la frente;
embisten ambos denodadamente.
Y do el escudo al yelmo está vecino
le dio el cristiano al moro en la cabeza.
Doblose tanto cuanto Serpentino,
pero con nuevo aliento se endereza;
el otro al suelo por las ancas vino,
y fue rodando no pequeña pieza;
y viva el moro y Serpentino viva,
en alta se oye aclamación festiva.
¡Oh cómo Balugante se abandona
al gozo, oyendo el popular saludo
a su hijo amado! Con real corona
llegó un anciano, a escaques el escudo;
Salomón era, el rey de la bretona
gente, y un bayo monta cernejudo.
Serpentino acomete como un rayo,
y van por tierra Salomón y el bayo.
Ricarte luego, haciéndose adelante,
magnífico señor de Normandía,
que lleva, en fondo argén, león rampante,
y cabalga una hermosa yegua pía,
al hijo arremetió de Balugante,
y en el pavés de arábiga ataujía
tal bote recibió, que en raudo vuelo
baja, las plantas levantando al cielo.
Echa Astolfo a su lanza entonces mano
(digo, a la que tomó de junto al pino),
trayendo en escarlata el anglicano
leopardo de oro; mas, ¡duro destino!,
hubo de tropezar el buen roano,
y no pudo evitar el paladino
venir a tierra, con tan mal suceso
que al diestro pie se le disloca un hueso.
Sintieron mucho todos este acaso,
y Serpentino más, según sospecho,
que con fatiga y con peligro escaso
el derribarle daba ya por hecho.
A mal agüero tuvo Astolfo el caso,
y llevar se hace, renqueando, al lecho,
do el hueso le ajustó con mano lista
y con potente ensalmo un algebrista.
Urgel Danés en tanto la visera
para medirse con el moro cala,
llevando su famosa empresa, que era
en campo gules argentada escala;
un basilisco de oro en la cimera
por ojos de diamantes fuego exhala.
El lomo oprime de un frisón que al Elba
afeitó el prado y sacudió la selva.
De las trompetas al sonoro canto
enristran uno y otro los lanzones;
temblar la tierra pareció de espanto
al recio choque de los dos barones;
pero a su bote Urgel dio empuje tanto,
que Serpentino, alzando los talones,
precipitado por las ancas baja,
y el yelmo de oro entre la arena encaja.
Así quedaba Urgel del campo dueño;
mas Balugante de furor se enciende,
y su propio peligro en el empeño
de dar venganza al hijo desatiende;
viene a la liza con airado ceño,
y por la grupa a su pesar desciende;
tras el cual Isolero entra en el coso,
de Ferraguto hermano valeroso.
Llevaba en el pavés dorada barca
que en verdes aguas los costados moja;
disparando el bridón, el fuste abarca,
e impetüoso contra Urgel se arroja;
mas el bravo señor de Dinamarca
a Isoler de la silla desaloja,
que de la noble lanza al golpe esquivo
sin sentido cayó y apenas vivo.
Gualter de Mauleón de roja escama
mostraba en campo de oro una serpiente;
y luego que también tuvo por cama
la tierra, «¿Lidiaremos locamente
los de una misma ley?», Urgel, exclama:
«Moros, ¿do estáis, que no os hacéis al frente?
Con vosotros habérmelas espero,
no con ningún cristiano caballero».
El valiente Espinela de Almería,
que una palma llevaba por emblema,
con este mote en español es mía,
oyendo a Urgel de cólera se quema,
y corre a castigar su altanería;
pero el bravo Danés con mucha flema
la furia de Espinel sosiega y calma,
a despecho del mote y de la palma.
Entonces Matalista, gran sujeto,
hermano de la hermosa Flordespina,
vengar pretende el temerario reto,
y al Danés, lanza en ristre, se encamina,
diciendo en baja voz a Mahometo
que, si no es un embuste su doctrina,
lo muestre allí, y a sostenerle salga;
pero no hay Mahometo que le valga.
Ni con más dicha el cordobés Garfaño
justó; llevaba en negro blanca torre,
y cabalgaba un pisador castaño,
que ya sin dueño por el campo corre.
Grandonio llega, feo bulto, extraño;
ahora, Urgel, si el cielo no te acorre,
en gran peligro estás, que el mundo entero
animal no crió más bravo y fiero.
Sobre un negro pavés lleva el gigante
esculpido un Mahoma horrendo de oro;
monta un frisón que es casi un elefante
y escarba el suelo y muge como un toro.
Múdase, en verle, a todos el semblante;
todo cristiano teme y todo moro;
el conde Gano entre las filas pasa
diciendo que está malo y se va a casa.
Lo mismo hizo Macario de Lausana,
Falcón y Pinabelo y otros ciento;
el de Altarripa dijo: Hasta mañana;
a unos ofende el sol, a otros el viento;
sólo de aquella pérfida y villana
casta quedó Grifón; ora de intento,
ora de empacho; o desacuerdo sea,
o que escurrirse a los demás no vea.
Corriendo en tanto el gigantón disforme
todo el recinto por do pasa atruena,
como un torrente que el invierno forme,
y, ya ni tajamar ni dique enfrena;
el gran caballo bajo el peso enorme
se hunde y casi se atasca entre la arena;
quebranta en su carrera los peñascos,
y hace temblar la tierra con los cascos.
Con el Danés cerró el jayán crüel,
y en el escudo le metió el lanzón;
menudas piezas lo hace, y de tropel
a tierra van caballo y campeón.
Acorre el duque Naimo al pobre Urgel,
que apenas puede articular razón;
quedó de la caída asaz maltrecho,
y en todo un mes no estuvo de provecho.
Cual corre ufano el toro por la plaza
después que al lidiador de más denuedo
herido deja, y nadie le embaraza,
y, a todos tiene en talanquera el miedo,
tal el gigante bufa y amenaza.
Sale (y fuera mejor estarse quedo)
Turpín el arzobispo, y viene abajo
como un despatarrado renacuajo.
Sale Grifión, el magancés Villano,
y avínole en el polvo hundir la cresta.
«¡Flor de la cristiandad!, dice el pagano
con mucha sorna, ¿qué cachaza es ésta?
¿Quién se presenta ahora? Muy temprano,
a lo que veo, os enfadó la fiesta».
Embiste Guido el borgoñón, que trae
en verde un avefénix de oro, y cae.
Y no más venturoso es Angilero,
que lleva en gules tres palomas blancas;
Avino, Abolio, Otón y Bellenguero
se apea uno tras otro por las ancas;
Beltrán, que estatua pareció de acero,
abierto cae de brazos y de zancas;
y Geraldo, aunque gordo, al suelo vino
haciendo con los pies un remolino.
Sobre un tostado palafrén volvía
Astolfo, y, aunque sano de la tumba,
sin armas, no creyendo que este día
mostrarse en ellas otra vez le incumba,
del cortesano y del galante hacía,
con ciertas damas que le daban zumba;
cuando Grandonio de un terrible bote
descabalgaba al asturiano Argote.
Hizo volar de Hugón yelmo y peluca;
que fue cosa de risa y de deporte.
Al viejo Naimo por un tris desnuca;
moteja a Carlomagno y a la corte.
Y Carlos, como nadie le retruca,
no sabe de qué modo se reporte,
y ya apenas su cólera disfraza;
cuando llega Oliveros a la plaza.
Parece que más claro luce el día,
y que la cristiandad su rostro enhiesta.
Rico de galas el marqués venía,
con yelmo de oro y blanca sobrevesta.
Salúdanle las gentes a porfía,
y quién al uno y quién al otro apuesta,
Suena la trompa, y blandeando avanza
el gigante soez su gruesa lanza.
Al duro choque van de tal manera
que no hay lengua mortal que lo relate;
cada cual premedita y delibera
o matar al contrario o que él le mate.
Helos ya en la mitad de la carrera;
toda voz calla, y todo pecho late.
Empínase Oliveros cuanto alcanza,
y al monstruo en el escudo hunde la lanza.
De siete gruesas planchas fue el escudo,
pasolas la lanzada todas siete,
y rota la coraza en el nervudo
pecho del enemigo el hierro mete.
Pero Grandonio en la cabeza un crudo
golpe le da; quebrántale el almete,
y descabalga al campeón de Francia,
haciéndole rodar a gran distancia.
A la vista del yelmo hecho pedazos
pensaron todos que le hubiese muerto;
Carlos corrió, y al desatar los lazos
de la armadura hallóle casi yerto.
Sacaron al marqués del sitio en brazos,
y una semana fue el sanarle incierto,
sintiendo Carlos mucho el accidente,
que a Oliveros amaba tiernamente.
¡Válame Dios, y lo que echó de fieros,
de pullas el jayán y de bravatas!
«¿No queda ya, decía, otro Oliveros
que quiera por el suelo andar a gatas?
¡Oh danzarines, más que caballeros!
Venid por glorias, que os las doy baratas.
¡Oh Valiente, oh sin par Tabla Redonda,
cuando no hay nadie aquí que le responda!»
Bufando de vergüenza Carlomano,
«¿Somos o no franceses?, vocifera,
¿ha de llevarse el prez este pagano,
y entre mis pares hay quien lo tolera?
¿Qué es de ese perillán de Montalbano?
¿Ese babieca de Roldán qué espera?
¿Se premiará con menos que un dogal
plantarme de este modo, a tiempo tal?
»Presto verán si soy un rey de palo,
y si mi autoridad echo en olvido».
Tanto se prolongaba el intervalo,
que Astolfo se creyó comprometido:
«Probemos de Grandonio el varapalo,
y sea lo que Dios fuere servido»,
entre sí dice; y como el caso apura,
vístese incontinenti la armadura.
Aunque con pocas esperanzas iba
de salir muy airoso de este lance,
propio creyó de su lealtad nativa
servir a su señor a todo trance.
Está el concurso en grande expectativa;
y al ver de Astolfo el no esperado avance,
con solapada risa en más de un corro
se oye decir: «¡Pardiez! ¡Bravo socorro!»
El noble duque en ademán sumiso
ante el mohino emperador se agacha:
«Dame, le dice, de justar permiso;
quiero el honor francés dejar sin tacha».
Carlos, que en vano disuadirle quiso,
«Ve, dice, ¡por amor de Dios, despacha!»
Y añade a media voz mirando en torno:
«No nos faltaba más que este bochorno».
Reconocido a tan benigna audiencia
corre Astolfo al jayán, y le reprocha
su avilantez y bárbara insolencia,
y con punzantes dichos le agarrocha.
Pero ya es tiempo, si otorgáis licencia,
de dar nuevos colores a la brocha;
cobre alientos la exhausta fantasía,
para reanimar la historia mía.